lunes, 15 de junio de 2009

Provinciana

La primera vez que pisé el suelo defeño o por lo menos la primera vez que recuerdo, fue en una excursión universitaria, en cuarto semestre, los maestros de serigrafía quisieron traernos, para enseñarnos el arte en su mayor expresión nacional (pa que los que no teníamos talento, nos diéramos cuenta). Todos estábamos eufóricos con la idea el viaje, sabíamos que esos maestros no eran de los que se ponen fresas; nos dejarían beber alcohol, fumar y gritar en el camino o lo que se nos ocurriera a la bola de adolescentes que éramos.   Así fue todo el camino hacia la metrópoli prometida. Llegamos a las cinco de la mañana, yo estaba despierta (no quería que el tipo que me gustaba entonces, me viera con la baba escurriendo de la boca abierta), vi en la entrada a la ciudad un resplandor que iluminaba el cielo, como si amaneciera, vi las fábricas como las dibujaba cuando era niña: grises construcciones cuadradas con humo en la chimenea. Me dejó boquiabierta el monstruo al que llegaba, un gigantesco nacimiento en la noche,  lucecitas de colores que se perdían en el horizonte. 
Tardamos un buen rato en llegar hasta nuestro hotel. Llegué cansada por el viaje y medio cruda, pero con muchas ganas de conocer “la capital” de la que tanto había escuchado. Nos acomodaron de cuatro en cada habitación, al poco rato salimos todos bañados y listos para pasear; el dinero en los calcetines, sin cartera, una ID y  todos los prejuicios en la cabeza. Nos llevaron en metro, desde las escaleras de entrada tuve miedo: gente con mucha prisa, bolsas, portafolios, lociones y sudor, vendedores de mp3 con bocinas dentro de una mochila y así y así, entre risas bobas y como pudimos, nos metimos entre la multitud del vagón, cuando nos dimos cuenta dos de nuestros compañeros no entraron y se quedaron en la estación, mi mejor amigo Do y Marianita. “Ay no, pobrecitos, seguro los asaltan, los violan o les hacen algo feo” pensé. Los maestros nerviosísimos, no paraban de hablar entre ellos: que si nos regresábamos todos, que si uno iba, que si los papás... Total, que nos bajamos en la siguiente estación y nos quedamos con la maestra “Kenny” (igualita a la de los eléctricos) y el profe gay se fue a buscar a mis dos compañeros; todos estábamos asustadísimos, al poco rato llegó el gay con los dos alumnos que reían nerviosamente, suspiré de tranquilidad. 
Al fin llegamos a Bellas Artes,  vimos la obra expuesta y salimos todos lampareados (al menos yo) nunca lo imaginé tan monumental e impresionante. Nos tomamos fotos afuera y nos fuimos a otro museo y a otro y a otro, terminé con hambre y dolor de cabeza y sin guardar registro en ella de los lugares, ni las obras que siguieron a bellas artes. Caminamos tanto y entre tanta gente, acostumbrada a dos metros a la redonda libres de gente al andar por la calle, aquí rozaban mis hombros cada cinco segundos, ¡Qué multitud! ¿A dónde van? ¿Qué pasa? El ruido era increíble: el de los tacos, los celulares, la farmacia, la librería, las computadoras, el policía de tránsito, el vendedor de cigarros, de DVDs, los coches, bueno, hasta la señora que pedía limosna, gritaba. 
Nos llevaron a comer a un mercado (presupuesto estudiantil). Pero ahora sí, íbamos casi agarrados de las manos como niños de kinder para no perdernos. Probé por primera vez un pambazo de frijol y un huarache de costilla, los dos con una dudosa apariencia azul que despertó sospechas entre nosotros, pero ¡Qué cosa más rica! todos comimos hasta quedar con la panza llena y el corazón contento. Llegamos como a las siete al hotel, muertos de cansancio, mas eso no impidió que escapáramos a dar una vuelta en la ciudad de noche, aunque algo temerosos, sin saber a dónde ir, ni como llegar a ninguna parte, nos fuimos a dar un rol (sin permiso, claro) salimos y vimos otra vez las luces por todos lados, la gente seguía caminando por las calles, los coches como si fueran las tres de la tarde, nos pusimos contentos al ver tanto movimiento y tomamos el primer taxi que pasó, le preguntamos al chofer ¿Dónde se pone bien? y nos llevó a una cantina en el centro, una esquina cerca de la catedral con puerta de dos hojas, de esas de madera que se regresan solas y que nomás tapan una tercera parte.  “El nivel”, nos dieron cacahuates, frituras y bebimos varias cervezas frías. Pasamos dos horas ahí, salimos y tomamos otro taxi, le hicimos la misma pregunta que al anterior, nos llevó algunas cuadras a otra cantina, pero como mis amigos y yo traíamos la “onda electrónica”, pues no fue lo que esperábamos y nos fuimos al hotel, pasamos antes por unas cervezas a una tienda y oh, sorpresa… ¡nos las dieron al precio! En nuestro humilde pueblo, si no compras tu alcohol antes de las diez de la noche, lo tienes que ir a buscar a lugares clandestinos, pagar el doble y arriesgarte a que te metan al bote. Tomamos nuestras chelas y se unieron más compañeros con más chelas, se armó la fiesta y al poco rato se acabó. 
Al siguiente día, podíamos ir a dónde quisiéramos, obvio, después de visitar los museos que nos faltaban (terminé odiando los museos por un rato). Mis amigos y yo decidimos entrar a una sex shop por la que pasamos, ya éramos mayores de edad y podíamos hacer lo que diera la gana, ¿no? Subimos unas tenebrosas escaleras y llegamos a un lugar muy iluminado con secciones de películas, juguetes, disfraces, muñecos inflables y cabinas, todo era como de primer mundo, no sabía a donde voltear, la gente que estaba ahí, lucía normal, no parecían salidos del psiquiátrico, no, todos actuaban como si estuvieran haciendo el súper, muy quitados de la pena.  A mí, que cargaba la mochila de la doble moral, me pareció extraña la naturalidad con la que actuaban. Hicimos lo mismo, pregunté para qué servían algunas cosas y me sonrojé con la respuesta, diciendo con tono cantadito: “Ahhhhh, gracias”.  Más tarde los maestros nos llevaron por petición nuestra a Coyoacán, no queríamos irnos sin conocer a los jipis de la ciudad y entre tamborcitos, rastas, pulseras de colores, mujeres de ropas ligeras, hombres con el torso desnudo, pantalones mugrosos y bailando, me dieron unas ganas de quedarme a vivir y bueno, era una jovenzuela de dieciocho. Al final del día regresamos, dormí muy bien, soñando con la capirucha, me quedé enamorada del monstruo, de su continuo movimiento, de sus ruidos, sus olores, de su gente abierta, de lo abrumador de su belleza, tanto, tanto, que prometí regresar.


4 comentarios:

Nena dijo...

Qué lindo. Yo (como seguro ya sabes) nací en el DF. Regresar de adulto (creo que ya entro como super adulta como dice JP) es cada vez un descubrimiento, aunque mis rumbos de pequeña era Mixcóac.

En el depto. de mi amiga Mariana, en Mixcóac, mi anterior rumbo también, y recuerdo ver por la ventana de su departamento y ver toda la ciudad, los edificios altos, las luces de noche. Me dió mucha nostalgia, ya sabes, en la villa lo más alto que hay es Torre Plaza Bosques...

Ya quiero regresar al df, pero para siempre...

Jorge Pedro dijo...

"bueno, hasta la señora que pedía limosna gritaba" es mi frase favorita. amé la anécdota de dorian que se quedó afuera del vagón del metro. y amé que hayan ido al nivel, que tanto extraño. ¿en dónde estaba el hotel en donde se hospedaron?

Milau dijo...

Híjoles manito, tan provicianota que no tengo la menor idea de donde estaba el hotel, ni como se llamaba, pero Dorian tal vez se acuerde. Luego le preguntamos!

Anónimo dijo...

Recuerdo que una vez en Constituyentes JP y yo platicábamos de cómo se sentiría llegar como turista a esta ciudad. Esta es una buena muestra.